LA GRAN CONSPIRACIÓN (*Nota de Javier: Este crucial capítulo del libro "SEDE VACANTE. Paulo VI NO es legítimo Papa" es probablemente lo más excelente, profundo y profético que escribió el Rev. P. Sáenz y Arriaga en toda su vida. Recomiendo a los lectores su lectura atenta y meditada, pues realmente no tiene desperdicio. Padre Sáenz y Arriaga, ¡ruegue por nosotros!)
La actividad secreta y abierta de Jules Isaac y los otros judíos con él asociados, aunque había tenido resultados
sorprendentes, durante el gobierno del papa de la transición, Juan el Bueno, no podía obtener el pronto éxito,
que el judaísmo internacional buscaba, en su programa mesiánico de eliminar a la Iglesia Católica, para la fácil
realización de su gobierno mundial y de su religión cripto-satánica de la fraternidad universal. Si su
antagonismo implacable debía producir resultados de mayor proporción en la mentalidad católica, en el culto y
en la misma moral y disciplina de la Iglesia, era necesario que encontrasen algo más grande, más decisivo,
más "revolucionario". La judería, a través de la masonería, había obtenido ya su "NUEVA ERA", la
sociedad de consumo, la inconformidad y las consiguientes guerrillas, actos terroristas, secuestros,
inmoralidad creciente y legalización de los actos más contrarios a la misma naturaleza humana, en el mundo
secular. ¿Cómo podía infiltrarse en la Iglesia, para realizar, desde dentro, la autodemolición de la obra de Cristo?
Las demandas de Jules Isaac habían sido decididamente rechazadas por Pío XII, un Papa vertical, que supo
comprender que el acceder a esas demandas hubiera significado la más negra traición a Cristo y a su Iglesia;
el abandonar el cristianismo para abrazar el judaismo; pero fueron después simbólicamente aceptadas por
Juan XXIII y el "marrano" de todas sus confianzas, el judío Agustín Bea, S. J., a quien se encomendó los
proyectos para la ejecución del plan a seguir.
El cardenal Bea comprendió bien y supo llevar a cabo su papel de mensajero, de intermediario entre los judíos
ya infiltrados en la Iglesia y los judíos que estaban fuera de la Iglesia. Quizá no llegó él mismo a comprender
las inmensas oportunidades, que, al fin, habían sido abiertas a los enemigos de la Iglesia. Pero su amigo y
asociado Juan B. Montini, estudiante del Consejo Mundial de las Iglesias, miembro además de la Curia
Romana, vio y comprendió todo el panorama, que se ofrecía a los eternos enemigos de la Iglesia: "Un
Concilio, sí, un Concilio Ecuménico, pero un Concilio no dogmático, sino exclusivamente pastoral", éste era el
camino maravilloso, que, en su candor, el papa bueno, acogió como "una inspiración" del Espíritu, para dar a la
Iglesia una "nueva primavera", un "nuevo Pentecostés", que lograría, al fin, la ansiada finalidad de la unión de
todos los cristianos y, ¿por qué no? , de los musulmanes, de los budistas, de los judíos. Una humanidad unida,
un ecumenismo perfecto, un "aggiornamento" flexible, condescendiente y variante, según la "evolución
inevitable del mundo". Los propósitos de Jules Isaac sirvieron de un catalizador, capaz de transformar la fértil mente
de Montini, quien vio con profética visión los bloques, que habían de servir en la edificación del masónico templo de la
comprensión, inspirado por el judaísmo, que había de substituir la ya caduca y vencida Cristiandad.
El instrumento eficacísimo, indispensable, era para el substituto de la Secretaría de Estado, un "concilio", pero
un concilio que rompiese los moldes de todos los anteriores concilios, un concilio democrático, en el que la
revolución quedase instalada en las entrañas mismas de la Iglesia. Un concilio dialéctico, de tesis y antítesis,
que diese al pontífice, predestinado para el caso, el poder único de hacer las síntesis transformadoras y
demoledoras de la "vieja" Iglesia Católica. El Vaticano II fue la culminación de toda la vida y trabajo de Juan B.
Montini. Hacía tiempo que se hablaba de un Concilio, porque la subversión, enquistada en la Iglesia, buscaba
la manera de destruir los dos últimos Concilios, el de Trento y el Vaticano I, dos baluartes invencibles, que
definen, protegen y concretan los principales misterios de nuestra fe católica, los fundamentales dogmas de
nuestra religión. Pero los Sumos Pontífices, que, después de Pío IX, gobernaron la Iglesia, se opusieron
siempre, en especial Pío XII, a la celebración de ese Concilio, que, dadas las definiciones sobre el Romano
Pontífice, hechas dogmaticamente por el Primer Concilio Vaticano, resultaba no sólo peligroso, sino inútil. La idea de la "colegialidad episcopal", como se defendía por los inconformes, que consideraban al Primado y el
carisma de la "infalibilidad didáctica" pontificia como una usurpación de la Santa Sede, como una innovación
contraria a la Iglesia Apostólica, solamente con un Concilio podía imponerse. Como indiqué antes, para llevar
adelante este programa destructor era necesario cambiar y adulterar los mismos dogmas, en un ambiente
democrático, en el que las mayorías conciliares se impusiesen aparentemente al pontífice, que estaba de
acuerdo y que pacientemente había venido preparando, con su influencia, sus sugerencias, sus imposiciones,
los miembros del cuerpo cardenalicio y los obispos de la subversión.
CONTINUARÁ...
El cardenal Bea comprendió bien y supo llevar a cabo su papel de mensajero, de intermediario entre los judíos
ya infiltrados en la Iglesia y los judíos que estaban fuera de la Iglesia. Quizá no llegó él mismo a comprender
las inmensas oportunidades, que, al fin, habían sido abiertas a los enemigos de la Iglesia. Pero su amigo y
asociado Juan B. Montini, estudiante del Consejo Mundial de las Iglesias, miembro además de la Curia
Romana, vio y comprendió todo el panorama, que se ofrecía a los eternos enemigos de la Iglesia: "Un
Concilio, sí, un Concilio Ecuménico, pero un Concilio no dogmático, sino exclusivamente pastoral", éste era el
camino maravilloso, que, en su candor, el papa bueno, acogió como "una inspiración" del Espíritu, para dar a la
Iglesia una "nueva primavera", un "nuevo Pentecostés", que lograría, al fin, la ansiada finalidad de la unión de
todos los cristianos y, ¿por qué no? , de los musulmanes, de los budistas, de los judíos. Una humanidad unida,
un ecumenismo perfecto, un "aggiornamento" flexible, condescendiente y variante, según la "evolución
inevitable del mundo". Los propósitos de Jules Isaac sirvieron de un catalizador, capaz de transformar la fértil mente
de Montini, quien vio con profética visión los bloques, que habían de servir en la edificación del masónico templo de la
comprensión, inspirado por el judaísmo, que había de substituir la ya caduca y vencida Cristiandad.
"(...) Como indiqué antes, para llevar adelante este programa destructor era necesario cambiar y adulterar los mismos dogmas, en un ambiente democrático, en el que las mayorías conciliares se impusiesen aparentemente al pontífice, que estaba de acuerdo y que pacientemente había venido preparando, con su influencia, sus sugerencias, sus imposiciones, los miembros del cuerpo cardenalicio y los obispos de la subversión".