La NUEVA MISA, por Louis Salleron

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La NUEVA MISA.

Por Louis Salleron

_____________________________________________________________________________


El autor:

Louis Sallerón nació hace 69 años cerca de París, en cuya Universidad se doctoró en derecho y ciencias económicas. Fue colaborador del gobierno de Petain, encarando una experiencia corporativa harto exitosa. Y ha publicado no menos de 20 libros sobre su especialidad, que lo han hecho justamente famoso. Sin embargo, su hondo catolicismo encabeza una familia que le ha dado a la Iglesia 4 sacerdotes y 2 religiosas ha debido abrirse ante los nuevos peligros que acechan a la Fe. Este trabajo sobre liturgia no es, de ninguna manera, una improvisación, sino que responde, con verdadera seriedad científica, a una vocación de defensa y rescate de lo que no cambia ni en la Iglesia ni en la Fe.

La obra:

La reforma litúrgica introducida por Pablo VI, que afecta casi en lo más profundo la "estructura" de la Santa Misa – que es el corazón de la Iglesia, el centro de la Cristiandad, la vida de los creyentes, Cristo presente en la Tierra y en la historia, la Misa que lo es todo – inaugura un período de evolución. El Novus Ordo Missae es el primer paso de un movimiento más o menos indeterminado, subjetivo y posiblemente ingobernable. Se consagra así el fatídico "aggiornamiento", en lo que respecta a la Santa Misa, que, para decirlo definitivamente, se protestantiza a partir del momento en que se disimula o se disuelve su esencia sacrificial.

Una situación semejante derivará de modo ineludible hacia cualquier herejía hasta enmarcarse en la herejía total, el modernismo.

Los errores se multiplican a cada momento en la liturgia innovada. Todo este libro está destinado aprobarlos y a prevenirnos. Por lo demás no es un esfuerzo aislado; viene a completar una ya rica literatura que, curiosamente y con una sola excepción, no ha obtenido respuesta por parte de los defensores de la Nueva Misa.

Esta edición se completa con la respuesta de Salleron a Dom Oury, la excepción en el silencio y con otra respuesta de dos argentinos – el ing. H. Lafuente y el Dr. G. Alfaro – a la revista ― "Criterio".


1 Editado en el año 1978. (Nota del editor digital)

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“La religión católica destruirá a la religión protestante, después los católicos se volverán protestantes”. Montesquieu

“Una forma todavía desconocida de religión (…) se halla en vías de germinar en el corazón del Hombre moderno,
en el surco abierto por la idea de Evolución”.
Teilhard de Chardin

“La felicidad que hay en decir misa no se comprenderá más que en el cielo” El santo cura de Ars


INTRODUCCIÓN

El 11 de mayo de 1970 el cardenal Gut, prefecto de la Congregación para el culto divino, presentaba a Paulo VI el nuevo Missale Romanum.

Un mes antes, el 10 de abril, el "Soberano Pontífice" recibió a los cardenales, obispos, expertos y observadores no católicos que habían participado en la última reunión del "Consilium para la aplicación de la Constitución sobre la liturgia". Los felicitó por haber llevado a buen término su tarea, sobre todo en lo referente a la misa. Documentation catholique del 3 de mayo reprodujo el texto de la alocución pontificia y,como para ilustrar el sentido de la reforma realizada, publicaba en la tapa la fotografía de los seis observadores no católicos en compañía del "Papa". A la derecha de éste, el Hno. Max Thurian, de la comunidad de Taizé, se destacaba por su largo hábito monacal cuya blancura rivalizaba con la del sucesor de Pedro.

Al frente del Missale Romanum figura un decreto fechado el 26 de marzo de 1970 y firmado por Benno card. Gut y A. Bugnini, prefecto y secretario, respectivamente, de la Congregación para el culto divino.

El decreto es breve: apenas dos párrafos. El primero promulga el Misal: —“hanc editionem Missalis Romani ad normam decretorum Concilii Vaticani II confectam promulgat...” El segundo fija las fechas para que entre en vigor. En lo que se refiere a la misa en latín, se tiene el derecho (no la obligación) de utilizarla a partir de la publicación del volumen: “Ad usum autem novi Missalis Romani quod attinet, permittitur ut editio latina, statim ac in lucem edita fuerit, in usum assumi possit...”. Con respecto a la misa en “lengua vernácula”, las Conferencias Episcopales decidirán, después de la aprobación de las ediciones por la Santa Sede: “curae autem Conferentiarum Episcopalium committitur editiones linguavernacula apparare, atque diem statuere, quo eaedem editiones, ab Apostolica Sede rite con firmatae, vigere incipiant”.

Todo está perfectamente claro.

De aquí en adelante hay:

1) La misa tradicional, llamada misa de San Pío V, que es la misa normal, en latín;

2) La nueva misa, que está permitido rezar en latín, de ahora en adelante;

3) La nueva misa que podrá ser rezada en francés (para nuestro país) una vez que la Conferencia Episcopal haya fijado la fecha de su entrada en vigor, después que su edición (es decir, su traducción y su presentación) haya sido autorizada debidamente por la Santa Sede.

El católico de buena voluntad que lea estas líneas abrirá grandes los ojos: "¡Pero si es todo lo contrario de lo que sucede!". Ah, sí. No hago más que darles a conocer el decreto más reciente y el más oficial, el mismo que está incorporado al Missale Romanum y que declara in fine: “Contrariis quibuslibet minime obstantibus”.

"Sin embargo, ¿la nueva misa en francés debe tener autorización?". Sí, por cierto, y no sólo debe ser autorizada sino también fomentada, recomendada, impuesta, porque a ese respecto el "sentido (muy reciente) de la Historia (litúrgica)" no deja lugar a dudas y va acompañado por una oleada de textos oficiales y oficiosos.

Pues bien, ¿a dónde vamos a parar?

Ese interrogante es el que esta pequeña obra pretende esclarecer 2, sin aspirar a una respuesta, a menos que se considere respuesta la Nota bene que Présence et Dialogue, el boletín de la arquidiócesis de París, publicaba a continuación de la presentación de los "nuevos libros litúrgicos" (por el momento) en su número de septiembre de 1969: "Ya no es posible, en un momento en que la evolución del mundo es tan rápida, considerar los ritos como definitivamente fijados. Están llamados a ser revisados regularmente bajo la autoridad del Papa y de los obispos, y con el concurso del pueblo cristiano — clérigos y seglares — para dar mejor a entender a un pueblo, en una época, la realidad inmutable del don divino". De lo cual Monde del 9-10 de noviembre de 1969 se hacía eco, crudamente: "En realidad, el nuevo ritual de la misa no puede ser considerado como un punto final. Se trata más bien de una pausa. La liturgia, largo tiempo inmutable, recobra hoy su dinamismo. Eso es tal vez lo esencial de la reforma".

El conflicto entre lo evolutivo y lo inmutable: he ahí todo el problema del aggiornamento.

En el centro del conflicto, en el corazón del problema: la MISA.


2 El meollo de este libro apareció en artículos en la revista Itinéraires y en el semanario Carrefour.

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Sección I
El Aggiornamiento de la Misa



CAPITULO PRIMERO - LA CONSTITUCIÓN CONCILIAR SOBRE LA LITURGIA

¿Qué es la liturgia? Sus definiciones son numerosas. Creo que una de las más profundas y más completas es la de Pío XII en
Mediator Dei: "La santa liturgia es (pues) el culto público que nuestro Redentor tributa al Padre como Cabeza de la Iglesia; es también el culto rendido por la sociedad de los fieles a su jefe y, por El, al Padre Eterno; en una palabra, es el culto integral del Cuerpo Místico de Jesucristo, o sea, de la Cabeza y de sus miembros".

Existe, por lo tanto, en la liturgia, un doble aspecto: el aspecto interno, que es, como también lo dice Pío XII en una frase retomada por la Constitución Conciliar sobre la liturgia, "el ejercicio del sacerdocio de Jesucristo"(C.L. § 7), y el aspecto externo, constituido por el conjunto de los medios del culto público. Estos dos aspectos se hallan íntimamente ligados, como bien lo expresa la antigua fórmula: lex orandi, lex credendi. La ley de la oración y la ley de la fe son una sola cosa. Por eso puede decirse muy sencillamente que la liturgia es la oración de la Iglesia. Podría decirse, en forma más erudita, que es el idioma de nuestras relaciones públicas con Dios.

Surge por sí solo que, en tanto cristianos, nos interesa directamente la liturgia. Pero, si así puede decirse, nos interesa aún más directamente como laicos, en el sentido de que ese culto público, ese culto "rendido por la sociedad de los fieles a su Jefe" concierne a la inmensidad del mundo laico. "La Madre Iglesia —leemos en la Constitución Conciliar— desea en alto grado que todos los fieles sean llevados a esa participación plena, consciente y activa en las celebraciones litúrgicas exigida por la naturaleza de la liturgia misma y que, en virtud del bautismo, constituye un derecho y un deber para el pueblo cristiano, "linaje escogido, sacerdocio real, nación santa, pueblo redimido" (C.L., § 14). Ese deseo de la Iglesia es también el nuestro. Porque si bien "la reglamentación de la liturgia es de la competencia exclusiva de la autoridad eclesiástica" y "reside en la Sede Apostólica y, en la medida que determine la ley, en el obispo" (C.L., § 22), no podríamos recibir con indiferencia o apatía la parte que nos toca del ejercicio de ese gobierno. En lo referente al contenido de las reglas, resulta normal que demos a conocer a la autoridad competente nuestros sentimientos, ya sea de alegría, de agradecimiento y de aprobación, o eventualmente de pesar y de inquietud: y en lo que concierne a la aplicación de las reglas, hemos de cooperar para que se respeten. Ahora bien, en este último punto, sobre todo, nos sentimos hoy bajo el peso de una enorme responsabilidad. Un viento de desorden y de subversión sopla sobre la liturgia. La letra y el espíritu de la Constitución Conciliar se ven alterados o manifiestamente violados. La ley de la oración y la ley de la fe están por igual amenazadas. Nos sentimos obligados en conciencia a lanzar un grito de alarma con el propósito de que sea escuchado sin tardanza.

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El 4 de diciembre de 1963, en ocasión de la clausura de la segunda sesión del Concilio, Paulo VI promulgó la Constitución sobre la Liturgia, "el primer tema estudiado —subrayó— y el primero también, en cierto sentido, por su valor intrínseco y por su importancia en la vida de la Iglesia".

La Constitución fue bien acogida. En un momento había suscitado inquietud por cuanto, según informantes activos, reemplazaba al latín por las lenguas vivas en las ceremonias religiosas. Pero la lectura del texto trajo tranquilidad. Muchos fieles sencillos que, en épocas normales, se habrían contentado con comunicados y síntesis habituales, se preocuparon sobre todo de leer personalmente la Constitución para tener idea clara. Se sintieron plenamente satisfechos. Si bien la Constitución daba un lugar eventualmente más importante a las lenguas "vernáculas" (como se dice ahora), conservaba una clara subordinación al latín, que seguía siendo la lengua propia de la Iglesia en nuestros ritos latinos.

Para el simple lego, ajeno a la vida de los grupos de presión y a las intrigas de los movimientos para-conciliares, la Constitución no parecía significar en modo alguno el punto de partida de una revolución; más bien vio en ella el coronamiento majestuoso y sólidamente equilibrado de la obra de restauración litúrgica perseguida desde hace poco más de cien años.

En efecto, sin ser peritos en la materia, todos habíamos oído hablar del movimiento emprendido en el siglo XIX por Dom Guéranger y que se había concretado, para el gran público culto, en el "año litúrgico", en el cual clérigos y seglares volvieron a encontrar las fuentes de la auténtica espiritualidad cristiana. Después los papas dedicaron sus más atentos cuidados a la restauración litúrgica. San Pío X se distinguió sobre todo en ese aspecto.

La participación activa de los fieles en el culto litúrgico fue preocupación constante del mencionado pontífice. Así lo manifestó en diversos documentos, especialmente en el Motu Proprio Tra le solicitudíni(1903), consagrado a la música y al canto sagrados. Después de él, Benedicto XV y Pío XI continuaron su obra. Pero ésta tuvo su mayor desenvolvimiento con Pío XII, quien con ese objeto dispuso numerosas reformas, aclaraciones y directivas. Recordemos solamente la fundamental Encíclica Mediator Dei et hominum del 20 de noviembre de 1947, y la Instrucción De musica sacra et sacra liturgia del 3 de septiembre de 1958, por las cuales se fijan las reglas destinadas a hacer "consciente y activa" la participación de los fieles en la liturgia, dentro del mismo espíritu que había deseado Pío X, el mismo espíritu que encontramos precisamente en la Constitución conciliar.

Y entonces, ¿qué sucede?

¿Cómo puede ser que un texto solemne, cuya tinta aún está fresca, suscite en nosotros, no ya esa inquietud pasajera que habían hecho nacer comentaristas oficiosos, sino una verdadera ansiedad, a causa de lo que sucede en los hechos? ¿No está perfectamente claro en su redacción, y más claro todavía cuando se considera la lenta evolución de la cual es desenlace?

Por lo tanto, examinemos la manera en que ha sido aplicado, en las partes que nos interesan más inmediatamente a nosotros, los laicos.

Nos limitaremos a las cuestiones del latín, de las traducciones, de la música y del canto, para terminar con la segunda Instrucción para la reforma de la liturgia.

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1. EL LATÍN

El artículo 36 de la Constitución reglamenta la cuestión del latín en sus tres primeros párrafos: "§ 1.Se conservará el uso de la lengua latina, en los ritos latinos, salvo derecho particular 3. § 2. Sin embargo, ya sea en la misa, o en la administración de los sacramentos, o en las otras partes de la liturgia, el empleo del idioma del país puede ser a menudo de gran utilidad para el pueblo: se podrá, por consiguiente, concederle mayor lugar, sobre todo en las lecturas y las admoniciones, en cierto número de oraciones y de cantos, conforme a las normas que se establecen en esta materia en los capítulos siguientes para cada caso. § 3.Supuesto el cumplimiento de estas normas, será de la incumbencia de la autoridad eclesiástica, etc.".

Resulta difícil destacar con mayor claridad la relación jerárquica y concreta que se fija entre el latín y las lenguas vernáculas. El latín es la lengua normal, la lengua principal, la lengua básica, y se concede a las lenguas vernáculas un lugar eventualmente mayor que el que ya ocupan. Todas las palabras de los tres párrafos lo dicen positivamente. Lo dicen también, en cierto modo, negativamente, porque está muy claro que si el Concilio hubiese querido dar prioridad a las lenguas vernáculas, la redacción del texto habría debido ser a la inversa. Habríamos leído algo parecido a "El uso de las lenguas vernáculas será introducido en el rito latino...", y las excepciones o las reservas en beneficio del latín se habrían enumerado a continuación.

Todos los demás párrafos de la Constitución que se refieren al latín le asignan ese primer lugar, sobre todo los artículos 39, 54, 63 y 101. Leemos, por ejemplo, en el art. 54: "En las Misas celebradas con asistencia del pueblo puede darse el lugar debido a la lengua vernácula, principalmente en las lecturas y en la "oración común", y según las circunstancias del lugar, también en las partes que correspondan al pueblo, a tenor de la norma del artículo 36 de esta Constitución. Procúrese, sin embargo, que los fieles sean capaces también de recitar o cantar juntos en latín las partes del ordinario de la Misa que les corresponde..."

Pero ¿para qué insistir? Todo está perfectamente claro. Pues bien, ¿qué comprobamos? Que punto por punto el latín ha desaparecido de la misa, al extremo de que el idioma vernáculo se ha convertido en la lengua básica, y de que sin duda mañana el latín ya ni siquiera subsistirá. Dentro de algunos años la Constitución conciliar habrá sido aniquilada.

El Concilio, al mantener el latín como lengua básica en la liturgia, había manifestado claramente su voluntad de evitar toda ruptura con la tradición. El idioma vernáculo ofrecía nuevas oportunidades, pero sin riesgo de desviaciones excesivas. Un fondo común de lenguaje resguardaba, dentro de la unidad de la Iglesia, contra la exuberancia eventual de la diversidad.

Imaginemos la total supresión del latín. En veinte años el catolicismo se dislocaría. Cada país tendría sus ritos propios y a corto plazo sus propias creencias, porque aquello que la unidad de la lengua ya no fijase se desbordaría en todas direcciones. Roma ya no podría comunicarse con los obispados y las parroquias porque ya no existirían más que traducciones, que variarían entre sí. Asimismo, las iglesias nacionales afirmarían cada vez más su independencia. Aunque el latín se mantuviese como lengua oficial —y habría que mantenerlo, porque si no, ¿qué idioma elegir?—, ya sólo habría especialistas para aprenderlo. Apenas se lo enseñaría en los seminarios: ¿para qué, si ya no serviría más por el resto de la vida? La ruptura entre los sacerdotes que lo supieran y los que no lo supieran originaría dos cleros a los que resultaría prácticamente imposible poner de acuerdo. No hablemos de la teología y de la filosofía tradicionales: desaparecerían con el latín que forma un todo con ellas.

3 Observemos que la traducción del § 1 que damos aquí, que es la del Centro de Pastoral Litúrgica, es poco exacta. El texto latino dice: "Linguae latinae usus, (...) in Ritibus latinis servetur". Eso quiere decir que el uso de la lengua latina debe ser observado. El verbo servare tiene el doble sentido de "observar" y "conservar". Según sea el caso, se lo traduce usando uno u otro de esos dos verbos. Pero la palabra "conservado" es aquí ambigua, porque asume la apariencia de concesión hecha al latín. Ahora bien, servetur significa la ley general y no la concesión o la excepción. Más adelante, en el § 3, la traducción dice correctamente. "Observadas esas normas...". Se trata de la misma palabra latina, "Huiusmodi normis servatis..."

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Que no se diga que expresamos opiniones pesimistas. No predecimos nada. Planteamos las consecuencias necesarias de la eliminación total del latín en la liturgia. Pero esa eliminación no es necesaria. El Concilio no la decreta, ya que decreta justamente lo contrario: "Se conservará el uso de la lengua latina, en los ritos latinos, salvo derecho particular" (art. 36).

Sólo que, si hay el Concilio, también hay el postconcilio, esa mentalidad postconciliar, denunciada por Paulo VI y que consiste en llevar a todos lados la subversión. Los novadores quieren la sustitución total del latín por las lenguas vernáculas, no solamente y no tanto porque así las ceremonias resultarían más comprensibles, sino porque se trata de afirmar clara y visiblemente que se ha terminado con el pasado y con la tradición, que se marcha al ritmo de la época y que se mira hacia el futuro. Eso, además, se percibe muy claro, ya que hasta los monjes mismos se dedican a la lengua vernácula, aun cuando en su caso el oficio divino no se dirige al pueblo. Pero las razones de esa conversión resultan, por desgracia, demasiado visibles. ¿Acaso habrían de singularizarse? ¿Tendrían el orgullo de encontrar malo para ellos lo que es bueno para el clero secular? ¿Se convertirían los monasterios en museos conservadores de la religión antigua? Y además, el latín tiene un inconveniente: diferencia a los padres de los hermanos. Con la lengua vernácula, la comunidad resultará perfectamente igualitaria. La misma vocación religiosa, el mismo idioma, el mismo hábito: sería la democracia perfecta en el convento.

En eso estamos. Debemos tener conciencia de ello: la sentencia de muerte del latín sería la sentencia de muerte de la liturgia, la sentencia de muerte de la Iglesia misma. Querer abrir la Iglesia al mundo por la exclusividad dada a las lenguas vernáculas es querer llegar a Dios mediante la construcción de la torre de Babel.

La irrupción del mundo moderno en la Iglesia no puede ser mejor expresada que por la invasión de las lenguas modernas. El latín, que era la lengua viva de la Iglesia, se convierte para ella en lengua muerta,como ya lo era para la sociedad secular. De ese modo baja a la tumba todo aquello que vivía en simbiosis con él. Era una lengua sagrada. ¿Podemos esperar que las lenguas modernas lleguen a ser otras tantas lenguas sagradas? La pregunta hará sonreír a los novadores, porque uno de los beneficios que esperan de las lenguas modernas es precisamente poner lo sagrado en su lugar, es decir, reducirlo a la nada.

Ya volveremos sobre esto en un próximo capítulo.

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2. LAS TRADUCCIONES*

El problema de las traducciones presenta diversos aspectos sobre los cuales apenas podemos decir aquí unas pocas palabras.

Existe, en principio, la cuestión de la calidad literaria. No es ésa la menos irritante, pero comparada con las otras, no es la más importante. "Señor, ten piedad" nos destroza los oídos, el espíritu y el corazón. Lo soportamos hasta que eso se cambie, lamentando que, a la vez que no era cuestión del latín, no se haya conservado el admirable Kyrie eleison.

Existe la cuestión de la interpretación. De por sí, una buena traducción puede ser una buena interpretación. Sólo que ésta debe ser valedera. No entraremos en un análisis que nos llevaría muy lejos. Comprobamos, con desolación, que probablemente para ser más accesible, la traducción tiende siempre a la uniformidad, a la chatura e inclusive a la vulgaridad. Comprobamos también que, so pretexto de un sentido más exacto, suele apartarse del texto latino. Pax hominibus bonae voluntatis se convierte en "Paz a los hombres que ama el señor" y panem nostrum quotidianum en "el pan nuestro de hoy". Pero de entre los muchos yerros sobre los cuales no podemos detenernos, destacaremos solamente el escándalo de la traducción de consubstantialem patri en el Credo de la misa, y el de la traducción de la Epístola a los Filipenses en la misa del Domingo de Ramos.

A) Consubstantialem patri quiere decir, evidentemente, "consubstancial al padre" y así se tradujo siempre. Pues bien, después de la invasión vernacular, la traducción oficial francesa lo convierte en "de la misma naturaleza que el Padre".

En todas las misas, cada día de la semana, y con más solemnidad el domingo, decenas de miles de sacerdotes y millones de fieles se ven obligados a hacer una profesión de fe aminorada proclamando que el Hijo es "de la misma naturaleza" que el Padre.

Desearíamos contar con alguna explicación autorizada de esta maniobra, pero jamás lo hemos hallado en ninguna parte. Parece que la razón que se aduce es que la palabra "consubstancial" es demasiado erudita, en tanto que todo el mundo comprende "de la misma naturaleza que". ¡Admirable razón, en verdad! ¡Cambiar la formulación del dogma para hacerlo accesible a todos! ¿Se cambiarán entonces las palabras "encarnación", "eucaristía", "redención", "trinidad" y todas las demás para que todos las entiendan de primera intención y fuera de toda enseñanza?

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* Advertimos que muchas de las traducciones citadas por el autor se refieren a la versión francesa de la nueva Misa. (N. de la T.)
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El Concilio de Nicea, en 325, estableció la fórmula del símbolo afirmando la consubstancialidad del Hijo al Padre. Treinta y cinco años más tarde se hacía desaparecer la consubstancialidad para atenerse a una fórmula vaga, la de Rimini, que no niega la consubstancialidad pero que suprime su proclamación. He aquí lo que escribe Mons. Duchesne: "En el Concilio de Constantinopla, en enero de 360) se aprobó la fórmula de Rimini: proclamaba que el Hijo es semejante al Padre, prohibía los términos de esencia y substancia (hipóstasis), repudiaba todos los símbolos anteriores y descartaba de antemano todos los que se pudieren establecer después. Es el formulario de todo lo que de ahí en adelante se denominó arrianismo, sobre todo el que se difundió entre los pueblos bárbaros. Los dos símbolos, el de Nicea de 325 y el de Rimini de 360, se oponen y se excluyen mutuamente, Sin embargo, no se puede decir que el de Rimini contenga una profesión explícita de arrianismo... Empero, la vaguedad de la fórmula permitía darle los significados más diversos, aun los más opuestos... Por eso era pérfida e inútil, y ningún cristiano digno de ese nombre, verdaderamente respetuoso de la dignidad de su Maestro, podía dudar de reprobarla" 4 .

De hecho fue la fórmula de Rimini la que abrió las puertas del arrianismo. Suprimida la valla del símbolo de Nicea, ya nada se opuso al triunfo de la herejía hasta el día en que se restableció el "consubstancial al Padre".

Ahí hemos llegado exactamente.

¿Quién protesta? Los laicos, y, por desgracia, ellos solos, con la excepción del cardenal Journet. En L'Echo des paroisses vaudoises et neuchateloises, el 19 de abril de 1967, publicó una nota en la que se lee: "Jesucristo es consubstancial al Padre. Tal es la definición del primero de los Concilios ecuménicos, el de Nicea, en 325.

"En una época en la que, según confesión de todos los cristianos serios, protestantes y católicos, la desmitologización expone al Cristianismo a uno de sus más graves peligros, en la que el dogma de la divinidad de Cristo se pone como entre paréntesis, en la que, después de Bultmann, se renuncia a hablar de Jesucristo-Dios para hablar del Dios de Jesucristo, es lamentable que la palabra bendita y tan profundamente tradicional, consubstancial, no haya podido ser mantenida por los traductores del Credo en lenguas modernas. Es deseable esperar que la versión de la misma naturaleza, que no va a disipar los equívocos, sólo sea provisoria".

Repetimos: vivimos de nuevo el drama del siglo IV. La fórmula del Credo actual es a la del símbolo de Nicea lo que a ésta fue la fórmula de Rimini. No se proclama una falsedad: siempre es laudable decir que el Hijo es "de la misma naturaleza que el Padre" o "semejante al Padre" o "como el Padre". Pero eso significa hacer a un lado la naturaleza exacta de la relación del Hijo con el Padre en el misterio de la Santísima Trinidad. Implica, al mismo tiempo, abrir la puerta a la herejía, otrora el arrianismo, hoy en día el bultmanismo y todos los errores de la misma índole que entrañan la negación del dogma cristiano.

A nosotros, los laicos, la ligereza con que se quiebra la mejor fórmula establecida para un dogma esencial y consagrado por una tradición ininterrumpida de quince siglos nos sume en la estupefacción y nos causa escalofríos.

"La eliminación de la consubstancialidad —dice Etienne Gilson— sería una monstruosidad teológica, si los que la favorecen no pensaran que, en el fondo, eso no tiene importancia..." 5.

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4 Cf. “Pour la seconde fois le monde va-t-il se réveiller arrian ?" (¿Por segunda vez el mundo se despertará arriano?] por L. Salleron,en Itinéraires nº 80, de febrero 1964.

5 La societé de masse et sa culture de Etienne Gilson, de la Academia Francesa, Paris; Vrin, 1967, págs. 129-130.

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Es probable que allí toquemos el nudo del problema, la raíz del mal. Esas cuestiones de palabras no tienen importancia. ¡Basta de juridicismo! ¡Basta de lo doctrinal! ¡Basta de definiciones! ¡Paso a lo "pastoral", incluyendo el arte de seducir a las muchedumbres con menosprecio de la verdad!

¿Es preciso recordar el pensamiento de Paulo VI? En la encíclica Mysterium fidei, del 3 de septiembre de 1965, pronunció graves advertencias: "A costa de un trabajo de siglos, y no sin asistencia del Espíritu Santo, la Iglesia ha fijado una regla de idioma y la ha confirmado por la autoridad de los Concilios. Esa regla a menudo se ha convertido en consigna de unión y estandarte de la fe ortodoxa. Debe ser respetada religiosamente. Que nadie se arrogue el derecho de cambiarla a su gusto o so pretexto de novedad científica. ¿Quién podría jamás tolerar la opinión según la cual las fórmulas dogmáticas aplicadas por los concilios ecuménicos a los misterios de la Santísima Trinidad y de la Encarnación ya no se adaptan al espíritu de nuestra época y deberían ser reemplazadas temerariamente por otras? (...) Porque esas fórmulas, como otras que la Iglesia adopta para enunciar dogmas de fe, expresan conceptos que no están ligados a una forma determinada de cultura, ni a una fase determinada del progreso científico, ni a tal o cual escuela teológica. Expresan lo que el espíritu humano percibe de la realidad por la experiencia universal y necesaria y lo que manifiesta con palabras adecuadas y exactas, provenientes de la lengua corriente o de la lengua culta. Por eso tales fórmulas son valederas para los hombres de todos los tiempos y de todos los lugares”.

Toda la liturgia en general, y la liturgia de la misa en particular, constituyen en cierto modo una vivencia de la fe. Cuando esa vivencia es lenguaje y la oración pura desciende a la formulación dogmática, tenemos derecho a esperar que esa formulación sea correcta. Si nos atenemos a lo que afirman los especialistas, el símbolo de Nicea comenzó a hacer su aparición en la misa en el siglo V precisamente para luchar contra el arrianismo. Resultaría escandaloso que una falsa traducción tenga hoy en día el efecto, si no el objeto, de allanar el camino a un nuevo arrianismo que todas las formas modernas del indiferentismo religioso ya favorecen en demasía.

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En 1967 un grupo de laicos tuvo la iniciativa de hacer una petición a los obispos para solicitarles el restablecimiento de "consubstancial" en el texto francés del Credo. Los primeros firmantes de la petición fueron Jacques de Bourbon-Busset, Pierre de Font-Réaulx, Stanislas Fumet, Henri Massis, François Mauriac, Roland Mousnier, Louis Salleron, Gustave Thibon, Maurice Vaussard y Daniel Villey.

Uno de los que había organizado la petición la llevó, en junio de 1967, a S. Eminencia el cardenal Lefebvre, presidente de la Asamblea Plenaria del Episcopado. Fue recibido de manera amabilísima pero, al mismo tiempo, totalmente "negativa". El 27 de julio el cardenal precisaba su pensamiento en una carta que, en lo esencial, expresaba:

"...Permítame decirle que he apreciado mucho su visita y me ha hecho muy feliz nuestra conversación. Mis puertas siempre estarán abiertas para cualquier fiel que desee expresarse de esa manera. Pero cuando un grupo de personas se preocupa de recoger gran número de firmas con el fin de presentar al Episcopado una petición y obtener de este que, mediante una declaración pública, asuma una posición, ello se parece demasiado a un desafío con respecto a la rectitud doctrinal de la Jerarquía. Lo parece tanto más cuanto que, durante todo el Concilio, en algunas revistas, no se ha dejado de dar a entender que ciertos obispos querían imponer errores. Si interviene, parece ceder a una presión y actuar con parcialidad. Pierde su autoridad y ya no logra convencer a aquellos a los que desearía evitarles caer en el error.

"En cuanto a la palabra consubstancial, como ya le dije, se contempla darle en una nueva edición una traducción que no deje lugar a equívocos. Pero también nos molestan los clamores que han parecido acusar de herejía a los traductores y a los obispos, que se juzga no han reaccionado suficientemente. Como ya le dije desde un principio, esa puntualización había sido considerada, pero las más altas autoridades han coincidido en aguardar y no dramatizar en modo alguno una cuestión que, en el momento actual, ha perdido mucha de su importancia, Resulta demasiado evidente que los traductores, teniendo en cuenta el uso de palabras al alcance de los fieles, no han tenido ninguna intención de inducirlos al error. Si bien puede haber muchos individuos de la naturaleza humana que no sean 'consubstanciales‘ porque esa naturaleza es finita y creada, cuando se trata de la naturaleza divina, infinita, perfecta y única, resulta muy claro en nuestros días que si muchas personas la poseen, ello no puede ser más que consubstancialmente. Pero eso no impedirá que para una próxima edición se busque una traducción más precisa, que no tenga el peligro de chocar a quienes, recordando las discusiones que concluyeron en los Concilios de Constantinopla y de Calcedonia, creen descubrir una voluntad de herejía en los que no usan la misma palabra que aquéllos consagraron.

"Una vez más, su gesto personal sólo me ha sido muy agradable. La petición que la acompañó y las firmas que contenía me habrían parecido normales si todo ello no hubiera sido provocado y no hubiera tenido, por el hecho mismo, cierta publicidad.

"A los ojos de muchos, esa manera de actuar aparece como una intimación hecha al Episcopado para pronunciarse sobre un punto grave de doctrina acerca del cual parece dudarse que tuviera pleno acuerdo.Con ello no puede menos que obstaculizarse la intervención de los obispos. Puede ser interpretada como un cambio debido a la intervención de los laicos y como la admisión de una culpa de herejía por parte de los traductores, que, a lo sumo, no fueron sino inhábiles."


Está muy claro. Sin embargo, no podemos menos de leer y releer esta carta. Un acto de confianza en el Episcopado se convierte en un acto de "desafío". Un gesto espontáneo se vuelve acto "provocado" (¿por quién?). Una petición organizada sin el respaldo de ningún medio periodístico o de otra clase reviste "cierta publicidad". La cuestión de "consubstancial" en nuestros días "ha perdido mucha de su importancia", etc.,etc. Pero el punto capital es el siguiente: si los obispos restituyen el "consubstancial", parecerían haberse equivocado y así perderían autoridad. Por lo tanto, más vale dejar subsistir el error antes que perder imagen.

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