DESOLACIÓN EN EL LUGAR SANTO, por Gloria Riestra.

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Las teorías fundamentales de Teilhard de Chardin que encontramos en la doctrina del Vaticano II y de los Papas Conciliares son:

Un concepto de «unión creadora» que hace la creación casi necesaria para Dios; un concepto de las relaciones entre el Cosmos y Dios por lo cual la evolución del Cosmos transforma a Dios mismo. La admisión de una tercera naturaleza en Cristo, no humana ni divina sino «cósmica»; la presentación de Cristo como la culminación natural cósmica. Theilhard afirma que no hay creación sin encarnación del Verbo, ni encarnación sin redención; de lo que deriva «La encarnación por sí misma redentora». De ahí todo aquello de la «palingenesia» de la humanidad, de que habla Paulo VI; «el Cristo que está en todo hombre» del Vaticano II; «el hombre que crea con Dios el mundo» o sinergismos de Juan Pablo II (Signo de contradicción, pág. 16).

Entre las obras más significativas de Teilhard se encuentran "La Energía humana", "El porvenir del hombre", "El medio divino" y "El fenómeno humano". Durante su vida recibió en distintas ocasiones, tanto de la Santa Sede como de sus superiores jesuitas, sanciones y prohibiciones de publicar sus obras y ejercer la docencia, y después de su muerte en 1957, el Santo Oficio ordenó retirar de bibliotecas, seminarios e institutos religiosos, así como de las librerías católicas todas las obras de Teilhard. Pese a todas estas sanciones y medidas contra sus herejías, las teorías de Teilhard invadieron los ámbitos de la Iglesia infestando a los teólogos, teniendo una multitud de comentaristas a favor de sus obras que difundieron sus ideas por todo el mundo, de modo que los peritos del Vaticano II pudieron proponer sus tesis a través de los Decretos del Concilio.

Prueba de cómo el pensamiento de Teilhard había infestado al clero desde principios del siglo, es la manera como los Papas del Vaticano II se han mostrado inmersos en sus herejías. La intención manifiesta de Teilhard fue, como él decía, la «de cambiar la fe», y cambiando la fe, cambiar la Iglesia de la cual decía que se revitalizaría, para aceptar que el cristianismo no era otra cosa que una región del pensamiento humano y la Iglesia misma no más que una forma de la manifestación de un estado evolutivo del amor. Estas no son sino unas cuantas de las ideas heréticas contenidas en la llamada «Cristogénesis».

¿Cómo pudo suceder esto en el seno de la misma Iglesia? Para entenderlo habría que repasar la historia retrocediendo cuatrocientos años atrás, como hemos anotado, a la conspiración masónica desarrollada a partir de la Revolución Francesa en particular, abordando la inmensa cantidad de literatura en la que miembros de la masonería, lo mismo clérigos que profanos, fueron pronosticando, según ellos, el fin de la Iglesia Católica Romana hacia el año dos mil; el Abate Roca, los documentos de la Alta Venta, el jesuita Malachi Martin, y así sucesivamente hasta el día de hoy.


Los frutos de la doctrina del Vaticano II.

Conociendo estas teorías podemos explicarnos en qué consiste lo que llaman «el espíritu del Vaticano II». Este espíritu es el que inspira todos los cambios doctrinales, litúrgicos y disciplinares en la Iglesia conciliar, hoy apoderada de las más altas Sedes y de todas las instituciones. Aquí no es el propósito de tratar exhaustivamente estos cambios, tema al cual se han dedicado ya numerosísimos estudios por parte de teólogos católicos. Pero podemos insistir en la cuestión de la «salvación universal incondicional» que es la herejía fundamental de la Iglesia Conciliar, siendo oportuno al respecto recordar la doctrina católica sobre la justificación obtenida por medio de Cristo; dos Cánones Dogmáticos del Concilio de Trento son aplicables: «Si alguno dijere que la fe justificante no es otra cosa que la confianza de la Divina misericordia que perdona los pecados por causa de Cristo, o que esa confianza es lo único con lo que nos justifican sin la justicia de Cristo, por la que nos mereció justificarnos, o que por ella misma los hombres son formalmente justos, sea anatema» (Cánones sobre la justificación, 12 y 10 Concilio de Trento).


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El Vaticano II, fundamento de la gran sinarquía de las religiones, la salvación
incondicional en la base



Se puede afirmar que todo el Vaticano II está orientado, bajo la premisa de la
salvación universal incondicional, hada la sinarquía religiosa, o unión de todas las
religiones en una gran fraternidad de la cual forma ya parte la Iglesia del postconcilio.
Sin necesidad de citar exhaustivamente los puntos doctrinales en que
se puede fundamentar esta afirmación, ya que como dice Cristo:
"Por sus frutos los conoceréis", a estas alturas, con tantas evidencias,
es fácil deducir que la intención del susodicho concilio era promover esta sinarquía,
hundiendo a la Iglesia Católica indistintamente, en la marejada de las religiones paganas
y de las sectas protestantes.


El ecumenismo como primera vía hacia el sincretismo religioso


El ecumenismo del Vaticano II fue la primera vía para promover la sinarquía
religiosa. El ecumenismo protestante consiste en un movimiento para procurar la
unificación de todas las Iglesias bajo una confederación pancristiana. Este
ecumenismo excluye a la Iglesia Católica concretándose a procurar la unión entre
las diversas ramas del protestantismo. Pero el ecumenismo de la Iglesia conciliar del
Vaticano II consiste en la unificación de la Iglesia Católica con las iglesias
protestantes considerada como una más entre ellas, sin ninguna diferenciación.
El movimiento se inicia en el Decreto sobre ecumenismo del Vaticano II y culmina
en la actualidad con una conclusión inaudita: la iglesia conciliar ecumenista
ha conseguido abatir el nombre mismo de la Iglesia Católica y nada más diabólico que
este triunfo.


Hoy podemos leer y escuchar cómo la Iglesia es llamada por el clero católico
«iglesia cristiana católica» a la cual pertenecen los «cristianos católicos». Los
términos los encontramos constantemente expresados en escritos, prédicas, y toda
clase de enseñanzas, mansamente aceptados por los católicos que en obediencia
ciega y por ignorancia no se han dado cuenta de la enormidad de la herejía a que
han sido conducidos. Las notas distintivas de la Iglesia Católica señaladas en el
Concilio Niceno Constantinopolitano (año 553-555) contenidas en el símbolo de los
apóstoles, definen a la única Iglesia de Cristo como distinta de las sectas ya desde
aquel entonces con el título de «Una, Santa, Católica y Apostólica Iglesia», tal como
ha sido reconocida en el mundo a través de los siglos. Menos mal que la Iglesia
espuria del Vaticano II ha renunciado ella misma a ostentar el título definitorio,
designándose como una más entre las iglesias cristianas. ¡Los católicos que han
quedado atrapados en la red de la «Iglesia Cristiana Católica» ni siquiera saben que
ya son protestantes! Pero se ha cumplido la consigna del Vaticano II «de dar a la
Iglesia una definición más exhaustiva».



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El Vaticano II sentó bases expresas para iniciar el proceso comenzando por decretar la nueva traducción de la Sagrada Escritura de las lenguas originales, en contra de lo decretado en el Concilio de Trento con intención de preservar la integridad de la fe en un solo sentido y una misma sentencia: Que se conservase en la Iglesia la traducción latina de la Biblia llamada Vulgata (hecha por San Jerónimo en el año 420) y que de este texto se hicieran estrictamente en lo futuro las traducciones a las lenguas vernáculas. Este decreto fue dado a causa de la libre interpretación de los protestantes, que basaban sus errores en falsas traducciones, afectando con ello entre otras doctrinas al rito del Santo Sacrificio de la Misa, a cuya destrucción apunta ahora ciertamente el ecumenismo postconciliar. El Concilio de Trento había definido la autenticidad, su inmunidad de todo error en materia de fe y de moral como fuente divina de la Revelación.


Siguiendo un decreto válido para todos los tiempos, la Iglesia siempre prescribió en la enseñanza, en la predicación, y en la liturgia que las traducciones fueran hechas de la Vulgata. El Vaticano II derrumbó el monumento seguro de exposición y defensa de la fe que constituía la Vulgata latina, prescribiendo nuevas traducciones de las lenguas originales que distan mucho de la traducción de la Vulgata. Pero hizo aún más para consumar la destrucción: en la constitución «Dei Verbum» prescribe que se redacten traducciones de la Biblia con la colaboración de los «hermanos separados», o sea, los protestantes, traducciones que dice «podrán usarse para todos los cristianos». Esto ha abierto la puerta a una inaudita libertad para la falsificación de los textos y las interpretaciones equívocas. Esto afecta directamente a la libre traducción del texto de la misa nueva, ya que el clero de la nueva iglesia no se contenta con la traducción al vernáculo que le es oficialmente ofrecida sino que realiza variaciones a su antojo en vista de que según en el Vaticano II, cada sacerdote tiene libertad para hacer «adaptaciones» en todos sentidos «según las costumbres locales y modos de hablar de los distintos grupos». Esto explica además que el clero emplee en toda clase de sermones y pláticas sus propias versiones escriturísticas.


A todo esto podemos llamar liberalismo bíblico, que junto con otras desviaciones ha hecho desertar de la Iglesia integrándose al protestantismo a más de 60 millones de católicos, en particular latinoamericanos, que se han ido al protestantismo, a las sectas esotéricas, o han perdido la fe. En la nueva iglesia no existe una unidad de fe; se trata de una iglesia antidogmática que ha derrumbado por sus bases todos los dogmas a través de las falsas traducciones bíblicas, pues como dice el Papa Pío VII en su Encíclica «Magno et Acerbo» hablando sobre las falsas traducciones bíblicas: Estas son capaces de hacer vacilar la misma fe, sobre todo cuando se conoce la verdad de un dogma por razón de una sola sílaba.


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Juan Pablo II y la salvación incondicional de Lutero


La primera etapa del proyecto para la protestantización de la Iglesia se llevó acabo bajo el signo «justificación por la sola fe» de Lutero. Juan Pablo II sigue esta postura dentro de su teoría de la salvación incondicional que acaba por afirmar la salvación sin fe. Pero siguiendo a la Iglesia Cristiana Católica (este nuevo título aparece en los documentos del Vaticano II) pone énfasis directo en la reivindicación del mismo Lutero; en vista de nuestro reducido espacio basta citar algunos ejemplos: una inclinación a favorecer en particular la «Iglesia de la Reconciliación» de Taizé, comunidad ecuménica fundada por luteranos a la que elogian en repetidas visitas. En una de ellas llama a la comunidad o iglesia «Agua viva prometida por Cristo» y en otra les impulsa el propósito que les dice serles común: «ayudaréis a todos los que encontréis a ser fieles a su pertenencia eclesial que es el fruto de su educación y de la elección de su conciencia».


Su reivindicación de Lutero es conocida de todo el mundo durante sus visitas a los países de origen del protestantismo, particularmente en Alemania; bastan sólo unas frases; en Frankfurt: «Hoy vengo a vosotros, hacia la herencia espiritual (sic) de Martín Lutero, vengo como un peregrino». En ocasión del quinto centenario del nacimiento de Lutero dirige al cardenal Willebrands una carta donde dice: «se ha revelado de manera convincente el profundo espíritu religioso de Lutero, animado de una pasión ardiente por la búsqueda de la salvación eterna» (así era el espíritu religioso del destructor de la Misa).


Entre otras muchas actividades conocidas a nivel mundial sobresalen: la visita a un templo protestante para una ceremonia con motivo del mencionado aniversario, donde el ritual comienza con la lectura de una oración compuesta por Lutero; visita a la Catedral de Westminster en la que manifiesta «va al servicio de la humildad en el amor humilde y realista del pecador arrepentido»; visita la catedral anglicana de Canterbury donde declara: «Yo también estoy dispuesto a lamentar esta larga separación entre los cristianos... a dar gracias al Señor por la inspiración del Espíritu Santo que nos llena de un deseo ardiente de superar nuestras divisiones y aspirar a un testimonio común de Nuestro Señor y Salvador». Es evidente que la doctrina del Vaticano II seguida por los Papas conciliares pretende, no el retorno de los protestantes a la Iglesia, sino la realización del pancristianismo protestante con la Iglesia Católica incluida. Es así como es posible que Juan Pablo II enseñe a través de sus obras escritas dirigidas al gran público que: "la Iglesia se alegra cuando otros cristianos anuncian con ella el Evangelio" (Cruzando el Umbral de la Esperanza).


Puede decirse que la protestantización es la primera humillación de la Iglesia. Ésta ha tenido lugar según el espíritu del Vaticano II, espíritu que puede decirse resume el padre Yves Congar, uno de los expertos consejeros del Vaticano II que colaboró en la elaboración de los documentos. Así declaró al diario francés Le Monde: «Lutero es uno de los más grandes genios religiosos de toda la historia, a este respecto le pongo en el mismo plano que San Agustín, Santo Tomás de Aquino o Pascal, y en cierto modo mayor que ellos». Congar es autor de numerosas obras ampliamente difundidas a nivel mundial.


A continuación... Origen de la Iglesia Universal Sinárquica del Vaticano II
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Origen de la Iglesia Universal Sinárquica del Vaticano II


A la protestantización de la Iglesia creada en el Vaticano II sigue el plan de la sinarquía de las religiones, que concuerda abiertamente con el proyecto de la Masonería. Ésta había anunciado desde principios del siglo XVIII el establecimiento de una religión que las englobaría a todas en una Iglesia Universal Sinárquica. Esta sinarquía tendría una finalidad precisa: la de la creación de un Nuevo Orden Mundial bajo un gobierno mundial; esto no podría tener lugar sin el abatimiento de las fronteras religiosas, principal obstáculo para la unificación del mundo en una que llama Juan Pablo II (aldea global). Como el hombre tiene por naturaleza un espíritu religioso, lo que había que conseguir era la abolición de los dogmatismos, bajo la premisa de una «fe fundamental en un Dios único». La gran barrera la había constituido la Iglesia Católica, a la que había que hacer no sólo renunciar a su autoridad dogmática, sino convertirla, dada su poderosa influencia en el mundo, en el puntal final del movimiento.


He aquí cómo describe el plan sinárquico el masón de la secta Martinista Saint Yves D'Alvedrey en su obra, Misión de los soberanos; la unión de las religiones se realizaría en este orden:


1. La Iglesia Evangélica -o Católica- con sus autoridades, episcopado, Papa, Concilio.
2. La Iglesia Mosaica con la Torah y su autoridad el Gaon de Jerusalén.
3. La Iglesia de los Vedas -o sea el hinduismo con sus ramas- y su autoridad y la Logia Agartha.


Añade que el protestantismo de Lutero con el islam de Mahoma y el budismo, son las tres ramas de este triple tronco de la Iglesia Universal.


Este plan data de tiempos anteriores a la Revolución Francesa, centrando la atención en la colocación, a través de la infiltración, de un masón en el Vaticano, o Papa, que presidiría un Concilio que transformaría totalmente a la Iglesia. Si éstas hubieran sido falsedades o simples suposiciones, la Iglesia no hubiera denunciado y condenado abiertamente los proyectos masónicos.


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Esta denuncia y condena comienza en 1738 con el Papa Clemente XII y continúa al correr del tiempo bajo seis pontificados hasta llegar S. S. León XIII (1884), quien en su Encíclica «Humanum Genus» habla expresamente de la sinarquía pretendida por la masonería, manifestando estar bien enterado de dicho proyecto al que llama «suprema iniquidad», afirmando que el plan masónico está totalmente comprobado «por indicios manifiestos, por procesos instruidos, por la publicación de sus leyes, ritos y anales, añadiéndose a esto muchas veces las declaraciones mismas de los cómplices». En particular había conocido el Papa los planes de la «Alta Venta» de los Carbonarios de Italia sobre la pretensión del Papa masón.


Evidentemente la realización del antiguo plan sinárquico de hacer aparecer a la Iglesia Católica a la cabeza de la sinarquía ha tenido lugar, y de ello se jactan abiertamente judíos y masones. Las abundantes pruebas que al respecto sería posible reunir, pueden condensarse en lo escrito en los últimos años por el jesuita judío Malachi Martin -discípulo del judío Cardenal Agustín Bea, miembro de la Curia Vaticana-; Malachi resume en pocas palabras el triunfo de la conspiración en su obra, El cónclave final, difundida a nivel mundial, donde escribe:


«El gran acontecimiento ha tenido lugar... mucho antes del año dos mil, no habrá ninguna institución religiosa reconocible como la Iglesia Católica Romana de hoy. Esto estuvo preparándose durante alrededor de cuatrocientos años, y convertirse en una realidad sólo ha tomado cuarenta años» (con seguridad se refiere a los anteriores al Vaticano II).


Tal ha sido el fruto comprobado de la infiltración masónica en la Iglesia. Es preciso recordar que mucho antes que la Revolución Francesa, la Masonería había infiltrado y contaminado al clero con su filosofía, de manera que un buen número de clérigos no opuso resistencia a la revolución o abiertamente colaboró con ella, tal como el clero de hoy en día se conduce respecto a la herejía del Vaticano II.


La infiltración dentro de la Iglesia procedió particularmente a través de la Secta Martinista, el Gran Oriente de Francia, la Gran Logia de Inglaterra, la Secta de los Carbonarios de la Alta Venta de Italia, y la Orden de los Rosacruz, surgiendo de esta última la titulada significativamente «Orden Cabalista de la Rosacruz Católica». Las sectas mencionadas han tenido a su vez ramificaciones extendidas por todo el mundo.


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Los tres Papas del Vaticano II no sólo han consumado la labor sinárquica, sino también abogado por lo que es su finalidad última: el establecimiento que hemos mencionado, de un gobierno mundial. Paulo VI y Juan Pablo II lo han hecho abiertamente en sus discursos durante sus viajes a la ONU. Paulo VI abandona significativamente el Concilio para ir a rendir homenaje -según lo expresa abiertamente-a los miembros de la organización, manifestando su adhesión a sus ideales, y es preciso hacer notar entre otras palabras de su discurso éstas sumamente significativas: «Llego a vosotros como el viajero que después de un largo viaje entrega la carta que le ha sido encomendada». Aquí cabe decir «el que quiera entender, que entienda»; Juan Pablo II a su vez realiza dos visitas a la ONU y reitera la necesidad de la creación de una «Autoridad Internacional que actúe en el plano jurídico y social». Aquí se precisa un comentario: ¿por quiénes estaría constituido ese Gobierno Mundial?, ¿quién dictaría las leyes que ese gobierno impondría al mundo entero?, ¿quiénes serían sujetos de delito bajo ese Tribunal Internacional?; esta es la sospechosa «Aldea Global» por la que aboga Juan Pablo II.


Es de hacer notar que las palabras de éste en sus discursos a la ONU corresponden abiertamente al lenguaje esotérico y masónico; abunda en simbolismos de la «piedra angular», «el templo que se construye», y otras cuyo sentido sería prolijo desentrañar, pero que evidencian una ideología común con los sectarios.


Los dos últimos Papas conciliares se han significado por sus frecuentes contactos fraternales con la judeo-masonería y de manera especial Juan Pablo II se ha declarado abiertamente partidario de los ideales de la Revolución Francesa; durante su visita a Francia al dirigir su discurso al Primer Ministro manifestó que el masónico lema «libertad, igualdad, fraternidad» había sido un precioso legado de Francia a la humanidad.


Los testimonios a manifestar de la identificación de los Papas conciliares con los ideales masónicos llenarían libros, pero lo citado es suficientemente significativo.


A CONTINUACIÓN... El documento fundamental del Vaticano a favor de la sinarquía
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El documento fundamental del Vaticano a favor de la sinarquía


El documento fundamental donde se descubre la trama del sincretismo «cristiano católico» es el titulado «Nostra Aetate», declaración sobre las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas. De este documento puede decirse que constituye la aberración de las aberraciones y la blasfemia de las blasfemias; la negación y repudio de toda la Revelación Cristiana, y por lo mismo, el desprecio público y total de Jesucristo; la consumación de la apostasía de los conciliares y la última humillación de la Iglesia. El documento abunda en sarcasmos y responde muy bien a la nueva definición de la Iglesia que proclama el Vaticano II desde el principio: «Sacramento y signo de la unidad de todo el género humano». La declaración exalta vivamente los valores de las religiones no cristianas expresando inclusive que en ellas hay algo santo, y que se puede a través de ellas alcanzar lo que la Iglesia enseña que sólo se realiza por obra del Espíritu Santo. Puede decirse que en la presentación elogiosa de las religiones paganas se da implícitamente a escoger entre ellas, o siendo posible alcanzar la salvación y la santificación al margen de Jesucristo. Este es el último paso de la herética salvación incondicional que predica Juan Pablo II.


Cabe citar exactamente los párrafos más significativos del documento encaminado a conseguir el sincretismo de las religiones encabezado por la Iglesia, dice así:


«En el hinduismo los hombres investigan el Misterio Divino y lo expresan (o sea que lo conocen por sí mismos) mediante la inagotable profundidad de los mitos y con los penetrantes esfuerzos de la filosofía, y buscan la liberación de las angustias de nuestra condición, ya sea mediante las modalidades de la vida ascética, ya sea a través de profunda meditación, ya sea buscando refugio, con amor y confianza en Dios».


«... En el budismo, según sus varias formas, se enseña el camino por el que los hombres, con espíritu devoto y confiado pueden adquirir, ya sea el estado de perfecta liberación, ya sea la suprema iluminación, por sus propios esfuerzos o apoyados en un auxilio superior».


«...Así también las demás religiones que se encuentran en el mundo se esfuerzan por responder de varias maneras a la inquietud del corazón humano, proponiendo caminos, es decir, doctrinas, normas de vida y ritos sagrados..., la Iglesia mira también con aprecio a los musulmanes, que adoran al único Dios viviente y subsistente, misericordioso y todopoderoso, creador del cielo y de la tierra, que habló a los hombres (o sea que la revelación de Alá a Mahoma es verdadera) a cuyos ocultos designios procuran someterse con toda el alma, como se sometió a Dios Abraham, a quien la fe islámica mira con complacencia...».


«La Iglesia Católica no rechaza nada de lo que en estas religiones hay de santo y verdadero; considera con sincero respeto sus modos de obrar y de vivir, los preceptos y doctrinas, y exhorta a sus hijos a que con prudencia y caridad mediante el diálogo y colaboración con los adeptos de otras religiones..., reconozcan, guarden y promuevan, aquellos bienes espirituales de ellas así como los valores socioculturales que en ellas existen».



Así se presentan en nivel de igualdad la religión Católica y las religiones paganas. De ninguna manera se invita a la conversión de los infieles, y por el contrario se incita a los católicos a respetar e incluso a promover sus errores, dejándoles en la ignorancia de Jesucristo; esto ha constituido la grave disminución de las Misiones, desembocando algunas congregaciones misioneras en una actividad simplemente filantrópica, como la de la Madre Teresa de Calcuta en cuya Casa Principal en la India figura la llamada Rueda Budista, círculo en que aparecen el budismo, el hinduismo, el cristianismo y el islam. La no conversión del mundo, pauta expresada por el Vaticano II, tiene su máxima manifestación en las palabras de Paulo VI en su discurso de apertura de la Segunda Sección del Vaticano II -29 de septiembre de1963-:


«Que lo sepa el mundo: la Iglesia lo mira con profunda comprensión, con sincera admiración y con sincero propósito, no de conquistarlo, sino de servirlo; no de despreciarlo, sino de valorarlo, no de condenarlo, sino de confortarlo y de salvarlo».


A CONTINUACIÓN... El judaismo en la Sinarquía del Vaticano II
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El judaismo en la Sinarquía del Vaticano II


El Vaticano II pone énfasis en lo que se refiere al judaísmo, haciendo hincapié en «los vínculos con que el pueblo del Nuevo Testamento está espiritualmente unido con la raza de Abraham», y en torno a esto gira todo el escrito abundando en sofismas como los siguientes: «Cristo, nuestra paz, reconcilió a judíos y gentiles y de ambos hizo una sola cosa en Sí mismo»; aquí aparece tergiversado el sentido de la frase del Apóstol San Pablo que en lo que en realidad expresa es la unión en Cristo de judíos y gentiles convertidos a Él.


Instando al mutuo amor entre judíos y cristianos afirma implícitamente que, pues, dice San Juan: «Que el que no ama a todos los hombres no conoce a Dios», el que no ama a los judíos no conoce a Dios. Añade: «Este Sagrado Concilio quiere fomentar y recomendar el mutuo conocimiento y aprecio entre ellos -judíos y cristianos-, que se consigue sobre todo por medio de los estudios bíblicos y teológicos y con el diálogo fraterno»... «El Sagrado Concilio exhorta a que judíos y cristianos procuren sinceramente una mutua comprensión y defiendan y promuevan unidos la justicia social, los bienes morales, la paz y la libertad para todos los hombres». Aquí cabe hacer una observación: no se ve cómo puedan trabajar juntos en la preservación de los bienes morales, la paz, etcétera, quienes tienen opuestos conceptos sobre el bien y una visión distinta a partir del punto de vista religioso.


Después del Vaticano II Paulo VI comienza a dar cumplimiento a lo prescrito sobre eljudaísmo; establece las «relaciones religiosas de la Iglesia con el judaísmo» -como quien dice el abrazo entre Caifás y San Pedro-. De ahí surgen las llamadas Orientaciones y Sugerencias para la aplicación de la declaración «Nostra Aetate» a las relaciones de la Iglesia con el judaísmo. Entre otras afirmaciones significativas contenidas en este documento sobresale lo siguiente: «los católicos deben esforzarse en comprender la dificultad que el alma hebrea experimenta ante el Misterio de la Encarnación, dada la noción tan alta y pura que ella tiene de la trascendencia divina» (o sea, que los católicos tenemos una noción baja e impura al respecto).


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En este espacio no es posible consignar las actividades de Paulo VI en el cumplimiento del mandato del Vaticano II respecto a los judíos, pero es suficiente el conocimiento de algunos hechos: Paulo VI abrió las puertas del Vaticano a las comunidades judías para el diálogo fraterno y colaboración conjunta, quitando inclusive el Crucifijo de una de las salas para recibirlas, y en ocasiones lucía sobre el pecho el Efod, emblema del Sumo Sacerdote judío; objeto cuadrangular con doce piedras preciosas incrustadas simbolizando las doce tribus de Israel.


En lo que respecta a Juan Pablo II por principio es de mencionar que a raíz de su elección numerosas comunidades judías le mostraron su complacencia deseándole éxito en su pontificado... (¿?); el intruso polaco ha creado numerosos comités de estudios conjuntos judeo-católicos, y ha recibido en el Vaticano a los miembros de más de veinte organizaciones judías contenidas en el Comité Mundial Judío, internándoles para sus reuniones en la Sala del Consistorio donde se eligen a los Cardenales en el Vaticano, dirigiéndoles efusivos discursos y confirmando el propósito de la mutua colaboración en el trabajo por el bien de la humanidad. Además, ha visitado las Sinagogas de Jerusalén y Roma, siendo recibido efusivamente con himnos judaicos y discursos elogiosos, dándosele lugar preferente junto al Gran Rabino (su gran amigo es el Gran Rabino Elio Toaff) en la Teva -lugar de lectura de las escrituras de los judíos-. Fue en una de estas visitas donde Juan Pablo II proclamó que los judíos son «nuestros hermanos mayores en la fe» (¿en cuál fe?). Para entrar a la sinagoga aceptó a solicitud de los judíos quitarse el crucifijo.


A CONTINUACIÓN... El lema sinárquico de los Papas Conciliares
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Montini y Wojtyla, repugnantes siervos de la sinagoga de Satanás, sed ambos anatema por los siglos de los siglos!!!
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