MEDITACIONES PARA EL TIEMPO PASCUAL DE SANTO TOMÁS DE AQUINO, O.P.

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Sábado de la tercera semana de Pascua

EL SACRAMENTO DE LA CONFIRMACIÓN


1º) La confirmación es un sacramento.

Donde se presenta algún efecto especial de la gracia, se ordena un
sacramento especial, y por las cosas que se hacen en la vida podemos formarnos
una idea de las que existen en la vida espiritual de la gracia. Es
evidente que en la vida corporal hay cierta perfección especial que hace
llegar al hombre a la edad perfecta y que le permite obrar acciones perfectas
de hombre, por lo que dijo el Apóstol: Cuando ya fui hombre hecho, di de
mano a las cosas de niño
(1 Cor 13, 11). De lo que se deduce que, fuera del
movimiento de la generación por el cual uno recibe la vida corporal, hay un
movimiento de crecimiento, por el cual el hombre es llevado a la edad
perfecta. Del mismo modo el hombre recibe la vida espiritual por medio del
bautismo, que es la regeneración espiritual; mas en la confirmación el
hombre recibe como cierta edad perfecta de la vida espiritual.



2º) La materia conveniente es el Crisma, es decir, aceite y bálsamo.

En este sacramento se da la plenitud del Espíritu Santo para el vigor
espiritual, que compete a la edad perfecta.
Mas el hombre, cuando llega a la
edad perfecta, comienza a comunicar sus acciones a los otros, pues hasta
entonces vive particularmente para sí mismo.
Pero la gracia del Espíritu
Santo es representada por el aceite, por lo que se dice que Cristo fue ungido
con óleo de alegría (Sal &XLX, IV, 8) al tener la plenitud del Espíritu
Santo.
Y por este motivo, el óleo corresponde a la materia de este
sacramento. Mézclase con el bálsamo por la fragancia del olor que esparce
sobre otros, y aunque existen muchas sustancias olorosas, se emplea con
preferencia el bálsamo porque posee un olor excelente, y además preserva de
la incorrupción.


3º) La confirmación imprime carácter.

El carácter es cierta potestad espiritual ordenada a algunas acciones
sagradas.
Así como el Bautismo es una regeneración espiritual a la vida cristiana,
así la Confirmación es cierto crecimiento espiritual. Es evidente, por la
semejanza de la vida corporal, que una es la acción del hombre recién nacido
y otra la que le corresponde cuando llega a la edad perfecta. Por
consiguiente, por el sacramento de la confirmación se da al hombre la
potestad espiritual para ciertas acciones sagradas, además de las que le
fueron dadas para otras en el bautismo; porque en el bautismo el hombre
recibe potestad para hacer las obras que pertenecen a su propia salvación,
esto es, en cuanto vive para sí mismo;
pero en la confirmación recibe la
potestad para hacer aquéllas que pertenecen a la lucha espiritual contra los
enemigos de la fe, como se ve por el ejemplo de los Apóstoles, quienes,
antes de recibir la plenitud del Espíritu Santo, estaban en el cenáculo
perseverantes en la oración; pero después, saliendo de allí, no se avergonzaban
de confesar públicamente la fe aun delante de los enemigos de la
fe cristiana.
Y por tanto es evidente que en el sacramento de la Confirmación
se imprime carácter.



(3ª part., q. LXXII, a. I, 2 y 5).
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Cuarto Domingo de Pascua

POR QUE SE ADMINISTRA EN LA FRENTE EL
SACRAMENTO DE LA CONFIRMACIÓN



En este sacramento recibe el hombre al Espíritu Santo para fortificarse
en la lucha espiritual, a fin de confesar varonilmente la fe de Cristo entre los
adversarios de dicha fe.
Y así, es signado convenientemente con el crisma en
la frente y la señal de la cruz, por dos razones:


1º) Porque el crisma se administra, ciertamente, con la señal de la
Cruz, por la cual triunfó nuestro rey, como el soldado es señalado con la
insignia de su capitán, la cual debe ser evidente y manifiesta.
Entre todas las
partes del cuerpo humano, la frente es la más visible, y generalmente, no se
cubre nunca; por esto el confirmado es ungido en la frente con el crisma,
para que manifieste con claridad que es cristiano, como también los
Apóstoles, después de recibido el Espíritu Santo, salieron del cenáculo
donde estaban ocultos y se manifestaron a todo el mundo.



2º) Porque alguno es impedido de confesar libremente el nombre de
Cristo por temor y por vergüenza.
Las señales de estos dos signos se manifiestan
sobre todo en la frente por dos causas: por la proximidad de la
imaginación, y porque el movimiento de los afectos sube directamente del
corazón a la frente; por eso los que se avergüenzan enrojecen y los que
temen palidecen.
Por lo tanto se unge al cristiano con el crisma en la frente
para que ni por temor ni por vergüenza deje de confesar el nombre de Cristo.


El principio de la fortaleza está en el corazón, pero la señal aparece en
la frente, por lo cual se dice: He aquí que yo he hecho... tu frente más dura
que la frente de ellos
(Ez 3, 8). Por eso el sacramento de la Eucaristía, por el
cual el hombre es confirmado en sí mismo, pertenece al corazón, según
aquello: Con el pan corrobore su corazón (Sal 103, 15); pero el
sacramento de la confirmación se requiere como señal de fortaleza,
respecto a otros, y por lo tanto, se da en la frente.


(3ª, q. LXXII, a. 9)
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Lunes de la cuarta semana de Pascua

EL SACRAMENTO DE LA EUCARISTÍA

El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna (Jn 6, 55).


1. Este manjar espiritual es semejante al corporal, por cuanto sin él no
puede existir la vida espiritual, lo mismo que la vida corporal no existe sin el
manjar corporal; pero además posee algo más que el corporal, porque
produce, en el que lo toma, vida indeficiente, lo que no hace el alimento
corporal; pues el que lo toma no está seguro de vivir.

En efecto, puede ocurrir, como dice San Agustín, que los que le comen
mueran, ya de vejez, ya de enfermedad u otro accidente, mientras que el que
toma este manjar y bebida del cuerpo y de la sangre del Señor tiene vida
eterna, y por eso es comparado al árbol de la vida. Árbol de vida es para
aquéllos que la alcanzaren
(Prov 3, 18). También se llama pan de vida: Lo
alimentará con pan de vida y de entendimiento
(Eclo 15, 3). Por eso dice:
vida eterna. Lo cual significa que quien come este pan tiene en sí a Cristo,
que es verdadero Dios y vida eterna.

Posee vida eterna el que come y bebe, no sólo sacramental, sino
también espiritualmente,
esto es, no sólo tomando el sacramento, sino también
llegando hasta la realidad del sacramento.
Pues entonces está unido por
la fe y la caridad a Cristo, contenido en el sacramento, de tal modo que se
transforma en él y llega a hacerse miembro suyo;
ya que este manjar no se
convierte en el que lo come, sino que convierte en sí al que lo toma, según lo
que dice San Agustín: "Soy manjar de los grandes; crece y me comerás; tú
no me cambiarás en ti, sino que tú te transformarás en mí".
Por eso es un
manjar que puede hacer divino al hombre, y embriagarlo en la divinidad.


Grande es, por tanto, la utilidad de este manjar, porque da al alma la
vida eterna.



II. Mas es también grande la utilidad de la Eucaristía, porque da la vida
eterna al cuerpo. Por eso se añade: Y yo le resucitaré en el último día. Pues
el que come y bebe espiritualmente, se hace participante del Espíritu Santo,
por el cual nos unimos a Cristo con unión de fe y de caridad, y por el cual
nos hacemos miembros de la Iglesia.
El Espíritu Santo nos hace merecer la
resurrección.
El que resucitó a Jesucristo de entre los muertos, vivificará
también vuestros cuerpos mortales por su espíritu, que mora en vosotros

(Rom 8, 11).

Por eso dice el Señor que al que come y bebe lo resucitará para la
gloria; no para condenación, porque esta resurrección no sería provechosa.
Con propiedad se atribuye tal efecto al sacramento de la Eucaristía; porque
el Verbo resucitará las almas, mas el Verbo hecho carne resucitará a los
cuerpos. En este sacramento no solamente está el Verbo según su divinidad,
sino también según la verdad de la carne; y por consiguiente no es sólo
causa de la resurrección de las almas, sino también de los cuerpos.
Claramente se ve, pues, la utilidad de esta manducación.


(In Joan, VI)
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Martes de la cuarta semana de Pascua

ATRACCIÓN DE DIOS Y RESPUESTA DEL HOMBRE


1. Nadie puede venir a mí, si no le trajere mi Padre que me envió (Jn 6, 44).

Verdaderamente nadie puede venir si no es atraído por el Padre.
Porque así como un cuerpo pesado por naturaleza no puede elevarse por sí
mismo, si no es atraído por otro, del mismo modo el corazón humano, que
por sí tiende a las cosas inferiores, no puede elevarse si no es llevado (por
otro).


El Padre atrae hacia el Hijo de muchas maneras, pero sin hacer violencia
a los hombres.
1º) Persuadiendo por la razón, y de este modo el Padre
atrae a los hombres hacia su Hijo, demostrando que él es su Hijo, y esto de
dos modos: o por revelación interior, como refiere el Evangelio:

Bienaventurado eres, Simón, hijo de Juan, porque no te lo reveló carne ni
sangre, sino mi Padre
(Mt 16, 7); o por la realización de milagros, que
recibe del Padre.


2º) Atrayendo. Lo arrastró con los halagos de sus labios
(Prov 7, 21). Y de este modo los que se dirigen a Jesús por la autoridad de la
majestad paterna, son atraídos por el Padre, cautivados por su majestad. Pero
también son atraídos por el Hijo con delectación admirable y amor de la
verdad, que es el mismo hijo de Dios.
Porque si a cada uno le arrastra su
propio deleite,
¿cuánto más fuertemente debe el hombre ser atraído por
Cristo, si le deleita con la verdad, con la bienaventuranza, con la justicia,
con la vida eterna, pues todo eso es Cristo?
Y puesto que somos atraídos por
éste, lo somos por el amor de la verdad:
Ten tu deleite en el Señor (Sal 36,
4). Por eso decía la esposa: Tráeme; en pos de ti correremos al olor de tus
ungüentos
(Cant 1, 3). 3º) El Padre lleva a muchos a su Hijo por el impulso
de la acción divina que mueve interiormente el corazón del hombre a creer y
amar.
El corazón del rey en la mano del Señor; a cualquiera parte que
quisiere lo inclinará
(Prov 21, 1).


II. Respuesta del hombre. Todo aquél que oyó del Padre, y aprendió,
viene a mí
(Jn 6, 45). Todo el que oyó del Padre, enseñándole y
manifestándole, y aprendió, dando su asentimiento, viene a mí, y viene de
tres maneras: por el conocimiento de la verdad, por el sentimiento del amor
y por la imitación de la obra.


En cada una de esas tres cosas es necesario escuchar y aprender.
Porque el que viene por el conocimiento de la verdad, debe escuchar cuando
Dios le inspira:
Oiré lo que el Señor Dios me hable (Sal 134, 9); y aprender
con el corazón. El que viene por el amor y el deseo, también debe escuchar
al Verbo del Padre y recibirlo para que aprenda y ame. Pues aprende la
palabra el que la recibe en el sentido del que habla. Mas el Verbo de Dios
Padre exhala el amor; luego el que lo recibe con fervor de amor, se instruye.

Se difunde en las almas santas, forma amigos de Dios y profetas (Sab 7, 27).


También se va a Cristo por la imitación de las acciones. Quienquiera
que de este modo aprende, va a Cristo. Porque en las obras la operación es
como la conclusión de los razonamientos. En las ciencias el que las aprende
perfectamente llega a la conclusión; así en las obras, el que perfectamente
aprende las enseñanzas, llega a la acción recta.



(In Joan., VI)
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Miércoles de la cuarta semana de Pascua

¿PUEDE SABER EL HOMBRE SI ESTÁ EN GRACIA?


I. A veces conviene que ignoremos la presencia de Dios por la gracia
en nosotros.


1º) Para que el temor del juicio futuro nos humille. Bienaventurado el
hombre que siempre está pavoroso; mas el que es de duro corazón,
es decir,
aquél a quien no afecta el temor del castigo futuro, se precipitará en el mal
(Prov 28, 14). Este temor humilla al hombre; por lo cual conviene a veces
ignorar si la gracia está en nosotros. San Gregorio dice: "Quiso Dios que
nuestros bienes nos fuesen inciertos, a fin de que poseyéramos una gracia
cierta, la humildad".


2º) Para que no le precipite la presuntuosa seguridad. Porque cuando
digan paz y seguridad, entonces les sobrecogerá una muerte repentina
(1
Tes 5, 3). San Jerónimo dice: "El temor es guardián de las virtudes, la
seguridad hace fácil la caída."


3º) Para que esperemos vigilantes y deseosos la gracia de Dios.
Bienaventurado el hombre que me oye, y que vela a mis puertas cada día...
(Prov 8, 34).


II. A veces revela Dios a algunos, por privilegio, que tienen la gracia,
para que comience en ellos, aun en esta vida, el gozo de la seguridad, y con
más confianza y fortaleza lleven a cabo obras grandes, y soporten los males
de la vida presente.
Sin embargo, uno puede conocer conjeturalmente que
tiene la gracia por cuanto
siente deleite en Dios y desprecia las cosas
mundanas, y que no le arguye la conciencia de algún pecado mortal.
En este
sentido puede interpretarse lo que dice el Apocalipsis: Al vencedor daré yo
maná escondido... que no sabe ninguno, sino aquél que lo recibe
(2, 17),
pues el que lo recibe lo conoce por cierta sensación de dulzura que no
experimenta el que no lo recibe.


(1ª 2ae, q. CXII, a. 5)


Existen principalmente tres señales por las cuales puede conocerse
conjeturalmente
la presencia de la gracia en el alma:

1º) El testimonio de la conciencia, como dice el Apóstol: Nuestra
gloria es ésta, el testimonio de nuestra conciencia
(2 Cor 1, 12). Por eso
escribe San Bernardo: "Nada más claro que esta luz, nada más glorioso que
este testimonio, cuando el espíritu se ve en la verdad; pero ¿de qué modo?
Púdico, modesto, temeroso, circunspecto, sin que nada le haga ruborizarse
en presencia de la verdad. Esto es, ciertamente, lo que deleita a las divinas
miradas sobre todos los bienes del alma".



2º) El gozo de la palabra de Dios, no sólo para escucharla, sino
también para practicarla.
El que es de Dios oye las palabras de Dios (Jn 8,
47). A este respecto dice San Gregorio: "Está mandado desear la patria
celestial de la verdad, despreciar la gloria del mundo, no apetecer las cosas
ajenas y hacer limosnas con las propias.
Juzgue cada cual en su conciencia si
esta voz del Señor prevalece en sus oídos y así sepa si es de Dios."



3º) El gusto interior de la divina sabiduría, que es como un anticipo de
la eterna bienaventuranza.
Gustad, y ved que el Señor es suave (Sal 33, 9),
esto es, por su gracia en nosotros. Y San Agustín dice: "Puesto que mientras
estamos en el cuerpo, vivimos ausentes del Señor
(2 Cor 5, 6), gustemos al
menos cuán suave es el Señor, que nos dio en prenda el espíritu, por el que,
experimentamos su dulzura y deseamos ver la misma fuente, donde seremos
purificados con sobria embriaguez y seremos regados como el árbol que ha
sido plantado junto a las corrientes de muchas aguas".
Y añade: "Haz,
Señor, te ruego, que guste con amor lo que gusto con el conocimiento; sienta
con el corazón lo que siento con el entendimiento; yo te debo más que todo
lo que soy; pero ni tú posees más, y yo no puedo darte más de todo lo que yo
soy. Tráeme, Señor, a tu amor, llévate todo lo que yo soy."



(De Humanitate Christi)

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Jueves de la cuarta semana de Pascua

LOS DONES DEL ESPÍRITU SANTO

Y reposará sobre él el espíritu del Señor; espíritu de sabiduría y de
entendimiento, espíritu de consejo y de fortaleza, espíritu de ciencia y de
piedad, y le llenará el espíritu del temor de Dios
(Is 11, 2).


Los dones son unas perfecciones del hombre con las cuales se dispone
a moverse prontamente a impulso de la inspiración divina para obrar de una
manera sobrehumana:


1º) En el conocimiento de las cosas necesarias y eternas, el espíritu
humano procede por modo humano; citando es perfeccionado por la virtud,
es decir, el entendimiento, que es el hábito de los primeros principios, o por
la fe, que es la contemplación de las cosas divinas como en un espejo. Pero
que sean aprehendidas las cosas espirituales, como en su verdad desnuda,
excede a la capacidad humana,
y esto lo hace el don de entendimiento, que
ilustra la mente sobre las cosas oídas por la fe.



2º) Es un procedimiento humano que el hombre juzgue y ordene las
cosas inferiores por la consideración de los primeros principios y de las
causas altísimas. Esto se hace por la sabiduría, que es una virtud intelectual.
Pero que el hombre se una a esas causas supremas y que sea transformado a
semejanza de ellas por el modo según el cual el que se allega al Señor, un
espíritu es (1 Cor 6, 17), y que de ese modo, como de lo más profundo de sí
mismo, juzgue las demás cosas y ordene, no sólo lo cognoscible, sino
también las acciones y pasiones humanas, esto supera los procedimientos
humanos, y se hace por el don de sabiduría.



3º) Para obrar es menester consejo. El modo humano es proceder
inquiriendo y conjeturando según lo que suele acaecer de ordinario, y esto se
obtiene por la eubolia, que es el buen consejo. Pero que el hombre reciba lo
que ha de hacer,
como enseñado con certeza por el Espíritu Santo, supera al
modo humano,
y esto lo hace el don de consejo.


4º) Para la ejecución el procedimiento humano consiste en que el
hombre se forme un juicio de las cosas que suelen ocurrir con frecuencia según
el resultado del consejo, y luego imponga el orden de ese juicio a los
inferiores, lo cual se hace por la prudencia. Pero que el hombre juzgue con
certeza sobre lo que debe obrar, es cosa que está sobre su capacidad,
y esto
se hace por el don de ciencia.



5º) Para los actos que regulan nuestras relaciones con los demás, están,
según el modo humano, la justicia, la liberalidad, etc. Pero cuando en estas
relaciones, uno no se inspira ni por el bien personal, ni el de otro, ni da a
otro lo que se le debe o cuanto le conviene,
sino que da en cuanto es acepto a
Dios, el bien divino que resplandece en sí mismo o en el prójimo,
esto está
más allá de los procedimientos humanos y se hace por el don de piedad.



6º) En el gobierno de las pasiones del irascible, se toma humanamente
por medida o regla el bien de la razón. Que el hombre, midiendo las propias
fuerzas, se extienda a acciones arduas de virtud según la medida de aquéllas,
corresponde a la magnanimidad. La virtud de la fortaleza enseña a acometer
o huir males inminentes según la medida de sus fuerzas.
La mansedumbre
hace que el hombre no se vengue más allá de lo que pide la gravedad de la
ofensa y el orden del derecho.
Pero que el hombre tome por medida en todas
esas cosas la virtud divina, para emprender obras de virtud con relación a las
cuales sabe que no se basta con sus propias fuerzas, que no tema los peligros
que exceden a esas fuerzas, confiado en la ayuda divina, y que no solamente
no exija venganza por las injurias recibidas,
antes bien se gloríe en ellas,
poniendo sus miras en la recompensa, son cosas sobrehumanas; esto se hace
por el don de fortaleza.



7º) En las pasiones del apetito concupiscible nos dirigimos, según el
modo humano, al bien de la razón, esto es, a que el hombre se aficione a los
bienes temporales en cuanto necesita de ellos, lo cual se obtiene por la
templanza.
Pero que el hombre por reverencia a la divina majestad considere
todas esas cosas como estiércol, es también cosa sobrehumana,
y esto lo
hace por el don del temor de Dios.



(3. Dist., 34, q. I, a. 2)
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Viernes de la cuarta semana de Pascua

EL DON DE LA PIEDAD


Toda la materia moral se divide en tres partes: las cosas deleitables,
que sigue el amor carnal; las cosas difíciles, de las que huye; y las comunicables
que se refieren a otro, las cuales más bien consisten en acción que en
pasión.


En cada una de ellas interviene la dirección de las virtudes y de los
dones, pero de manera diferente. Porque la virtud dirige tornando como regla
algo humano, mas el don toma lo divino como regla.


En los deleites, la virtud se inspira en la dignidad humana, que nosotros
envilecemos por los deleites temporales. Mas el don se inspira en la
dignidad divina a la que nosotros tememos ofender por esos bienes terrenos;
lo cual pertenece al temor. Y lo mismo hay que decir del don de fortaleza, y
de las virtudes que tienen por fin soportar las dificultades o combatirlas.


Así también acaece en las relaciones con el prójimo. Porque en ellas
las virtudes dirigen tomando por medida algo humano, esto es, la
conveniencia o la deuda. Pero el don toma en esto por regla al mismo Dios;
de modo que, como ya se ha dicho, por el don de fortaleza el hombre
emprende cosas difíciles usando del poder divino como suyo, por la
confianza, e igualmente se comunica con otro usando de Dios como de sí
mismo, esto es, que ejecute como unido a Dios las cosas que convienen en
esas relaciones. Por lo cual el Señor exhorta a imitar la liberalidad del Padre
celestial, el cual
hace nacer su sol sobre buenos y malos (Mt 5, 45). Y
porque esta comunicación de las cosas divinas se llama piedad, por eso
también el don que torna la medida divina en las relaciones con los demás
llámase piedad.



Aunque la virtud de la piedad se ejercita para con Dios, toma, en esto,
algo de humano por medida, es decir, el beneficio recibido de Dios; razón
por la cual le somos deudores. Mas el don de piedad toma, en esto, por
medida algo divino: honrar a Dios, no porque seamos sus deudores, sino
porque Dios es digno de honor.
Por este modo el mismo Dios se da honor a
sí mismo.



El don de la piedad no es lo mismo que el de la misericordia, pues la
misericordia tiende a aliviar las miserias de los prójimos, porque están
unidos por la sangre o la amistad o la semejanza de naturaleza, tornando en
todo por medida algo humano, como las demás virtudes.
Pero el don de
piedad se mueve a remediar las miserias de los prójimos por un motivo
divino:
porque son hijos de Dios o están dotados de la semejanza divina. Por
lo cual tiene con más propiedad el nombre de piedad, que significa algo
divino.


(3. Dist. XXXIV, q. III, a. 2)
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Sábado de la cuarta semana de Pascua

NÚMERO DE LAS BIENAVENTURANZAS


Algunos establecieron una triple bienaventuranza; porque unos la
cifraron en la vida voluptuosa, otros en la vida activa, y otros en la vida
contemplativa. Por eso el Señor señaló algunas bienaventuranzas como
destructoras del obstáculo de la felicidad voluptuosa.

I. La vida voluptuosa consiste en dos cosas:

1.ª) En la afluencia de los bienes exteriores, sean riquezas u honores;
de los que el hombre se retrae por la virtud, que le aconseja usar de ellos con
moderación; mas por el don, de un modo más excelente, despreciándolos
totalmente el hombre. Por eso se pone como primera bienaventuranza:
Bienaventurados los pobres de espíritu; porque de ellos es el reino de los
cielos
(Mt 5, 3), lo cual puede referirse al desprecio de las riquezas o al
desprecio de los honores; y sé hace por la humildad.


2.ª) La vida voluptuosa consiste en seguir las propias pasiones, ya sea
la irascible, ya la concupiscible.
La virtud impide seguir la pasión de la
irascibilidad, para que el hombre no sobrepase los límites razonables en
cosas superfluas; pero por el don se hace de modo más excelente, de suerte
que el hombre esté totalmente sereno respecto de ella, conforme a la
voluntad divina.
Por eso se fija por segunda bienaventuranza: Bienaventurados
los mansos
(Ibíd. 4).

La virtud impide seguir las pasiones de la concupiscencia por un uso
moderado de tales pasiones; mas el don las desecha totalmente, si es necesario;
y aún más, aceptando voluntariamente el llanto si es preciso.
De ahí
la tercera bienaventuranza: Bienaventurados los que lloran (Ibíd. 5).


II. La vida activa consiste principalmente en las cosas que entregamos
al prójimo, o por razón de débito, o por espontáneo beneficio.

A lo primero nos dispone la virtud, para que no rehusemos pagar al
prójimo lo que le debemos, lo cual pertenece a la justicia; pero el don nos
induce a esto mismo con afecto más generoso, a saber, con un deseo ferviente
de cumplir las obras de justicia, semejante al deseo ardiente con que
desean el alimento y la bebida el hambriento y el sediento.
De ahí la cuarta
bienaventuranza: Bienaventurados los que han hambre y sed de justicia

Por lo que se refiere a las dádivas espontáneas, la virtud nos perfecciona
para que las demos a aquéllos a quienes dicta la razón que debemos
donarlas, por ejemplo, a los amigos, o a nuestros parientes, lo cual corresponde
a la virtud de la largueza. Mas el don, por reverencia a Dios, solamente
considera la necesidad en aquéllos a quienes presta gratuitos beneficios.

Por eso se dice: Cuando das una comida, o una cena, no llames a tus
amigos, ni a tus hermanos, ...sino llama a los pobres, lisiados, etc.
(Lc 14,
11.13), lo cual es, con propiedad, compadecerse. De ahí la quinta
bienaventuranza: Bienaventurados los misericordiosos (Ibíd. 7).
(Ibíd. 6).


III. Las cosas pertenecientes a la vida contemplativa, o son la misma
bienaventuranza final, o alguna incoación de ella; y por tanto no se incluyen
en las bienaventuranzas como méritos, sino como premios.


Pero se asignan como méritos los efectos de la vida activa, con los que
el hombre se dispone para la vida contemplativa, y el efecto de la vida
activa, en cuanto a las virtudes y dones con que el hombre se perfecciona en
sí mismo, es la pureza de corazón, para que éste no se manche con pasiones.

De ahí la sexta bienaventuranza: Bienaventurados los limpios de corazón
(Ibíd. 8).

Por fin, en cuanto a las virtudes y dones con que el hombre se perfecciona
en orden al prójimo, el efecto de la vida activa es la paz,
según aquello
de Isaías: Obra de la justicia será la paz (32, 17). Y por tanto la séptima
bienaventuranza es: Bienaventurados los pacíficos (Mt 5, 9).

(1ª 2ae., q. LXIX, a. 3).
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Quinto Domingo de Pascua

LOS PREMIOS DE LAS BIENAVENTURANZAS


1º) Los premios de las tres primeras bienaventuranzas se toman según
aquellas cosas que algunos buscan en la dicha terrena; pues los hombres
buscan en la cosas exteriores, como en las riquezas y en los honores, cierta
excelencia y abundancia, cosas ambas incluidas en el reino de los cielos, por
el cual consigue el hombre la excelencia y abundancia de bienes en Dios.
Por eso el Señor prometió a los pobres de espíritu el reino de los cielos.

Los hombres feroces y crueles pretenden por medio de litigios y guerras
adquirir para sí seguridad, destruyendo a sus enemigos;
por eso el Señor
prometió a los mansos posesión segura y tranquila de la tierra de los
vivientes, por la cual se significa
la estabilidad de los bienes eternos.

Buscan los hombres en las concupiscencias y deleites del mundo tener
consuelo contra los trabajos de la vida presente;
y por eso el Señor prometió
la consolación de la vida a los que lloran.



2º) Las otras dos bienaventuranzas pertenecen a las obras de la bienaventuranza
activa que son las obras de las virtudes que ordenan al hombre
para con el prójimo; de las cuales obras se retraen algunos por el amor
desordenado del bien propio; y por eso el Señor adjudica aquellos premios a
estas bienaventuranzas por las que los hombres se apartan de ellas. Pues
algunos se apartan de las obras de justicia no pagando sus deudas, sino, más
bien, hurtando lo ajeno, para enriquecerse en bienes temporales; de ahí que
el Señor prometiera hartura a los que tienen hambre de justicia. Se apartan
también, algunos, de las obras de misericordia, para no mezclarse en las
miserias ajenas, mas el Señor prometió, a los misericordiosos, misericordia,
por la cual se libran de toda miseria.



3º) Las dos últimas bienaventuranzas corresponden a la felicidad o
bienaventuranza contemplativa; y por eso, según la conveniencia de las
disposiciones que se suponen en el mérito, se dan los premios.
Porque como
la limpieza del ojo dispone a la visión clara,
se promete la visión divina a los
limpios de corazón.


El tener paz consigo mismo o con los otros manifiesta que el hombre
es
imitador de Dios, que es Dios de unión y de paz; y así, se le otorga por
premio la gloria de la filiación divina, que consiste en la perfecta unión con
Dios por medio de la sabiduría consumada.



4º) Todos aquellos premios se consumarán perfectamente en la vida
futura, pero entre tanto también comienza de algún modo en esta vida;
Porque el reino de los cielos puede entenderse como principio de la perfecta
sabiduría, según el cual comienza el espíritu a reinar en ellos. La posesión de
la tierra significa también el buen afecto del alma reposando por el deseo en
la estabilidad de la herencia perpetua significada por la tierra.
Pero son
consolados en esta vida,
participando del Espíritu Santo, que se llama Paráclito,
esto es, consolador.
Son saturados también en esta vida con aquel
manjar, del cual dice el Señor: Mi comida es que haga la voluntad del que
me envió
(Jn 4, 34). También en esta vida consiguen los hombres la
misericordia de Dios; e igualmente, purificado el ojo por el don de
entendimiento, Dios puede ser visto de alguna manera en esta vida; así como
en esta vida son llamados, a su vez, hijos de Dios los que pacifican sus
movimientos acercándose a la semejanza de Dios.
Sin embargo, todo esto se
verificará más perfectamente en la patria.


( 1ª 2ae q. LXIX, a. 4 y a. 2 ad 3um)
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InHocSignoVinces
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Re: MEDITACIONES PARA EL TIEMPO PASCUAL DE SANTO TOMÁS DE AQUINO, O.P.

Message par InHocSignoVinces »

Lunes de la quinta semana de Pascua

FRUTOS DEL ESPÍRITU SANTO

Mis flores son frutos de honor y de riquezas (Eclo 24, 23).


I. De dos maneras puede ser el fruto: adquirido, por el trabajo o por el
estudio; y producido, como es producido el fruto por el árbol. Las obras del
Espíritu Santo se llaman frutos, no como alcanzados o adquiridos, sino como
producidos; mas el fruto que es alcanzado tiene razón de fin último, no así el
fruto producido. No obstante, el fruto así tomado encierra dos cosas: es lo
último del que lo produce, como el fruto es lo último que produce el árbol, y
es suave y deleitable, como dice la Escritura: Su fruto dulce a mi garganta
(Cant 2, 3).

Así, pues, las obras de las virtudes y del espíritu son algo último en
nosotros. Porque el Espíritu Santo está en nosotros por gracia, mediante la
cual adquirirnos el hábito de las virtudes, y con él somos poderosos para
obrar de acuerdo a la virtud. Son también deleitables.
Tenéis vuestro fruto
en santificación
(Rom 6, 22), es decir, en obras santificadas, y por lo tanto se
llaman frutos.


Se llaman, además, flores con relación a la bienaventuranza futura,
porque así como de las flores se concibe la esperanza del fruto, igualmente
de las obras virtuosas se concibe la esperanza de la vida eterna y de la bienaventuranza.

Y así como en la flor se da cierta incoación del fruto, de la
misma manera
en las obras de las virtudes existe cierta incoación de la
bienaventuranza que tendrá lugar cuando se perfeccionen el conocimiento y
la caridad.


Por consiguiente, las obras de las virtudes han de apetecerse por sí
mismas de dos maneras: o porque encierran en sí mismas la dulzura, o la
causa de la bienaventuranza, que es su fin; del mismo modo que una medicina
dulce se apetece formalmente por sí misma, pues tiene en sí algo que la
hace apetecible, la dulzura, y también se apetece por el fin, que es la salud.



II. Por todo esto se ve por qué el Apóstol llama efectos a las obras de la
carne, y a los frutos del espíritu los llama frutos. Pues se llama fruto algo
final y suave por sí. Mas lo que se produce de otro, contra naturaleza, no
tiene razón de fruto, sino que es producido por otro germen.

Las obras de la carne y de los pecados están fuera de la naturaleza de
las cosas que Dios ha sembrado en nuestra naturaleza.
Pues Dios depositó
ciertas semillas en la naturaleza humana, es decir, el apetito natural del bien
y el conocimiento, y añadió, además, los dones de la gracia. Por lo tanto,
puesto que las obras de las virtudes son naturalmente producidas por
aquéllos, se llaman frutos, y no obras de la carne; frutos del espíritu, que
nacen en el alma por la semilla de la gracia espiritual.


Es claro que las obras de las virtudes se llaman frutos del espíritu, no
sólo porque encierran en sí suavidad y dulzura, sino también porque son
cierto producto final, según la conveniencia de los dones.

La diferencia entre dones, bienaventuranzas, virtudes y frutos se
establece del modo siguiente: en la virtud debe considerarse el hábito y el
acto. El hábito de la virtud perfecciona para obrar bien. Si perfecciona para
obrar al modo humano, se llama virtud; si perfecciona para obrar de un
modo sobrehumano, se llama don.


El acto deja virtud, o es perfectivo, y en este caso se llama
bienaventuranza, o es deleitoso, y así es fruto.



(In Gal., V)
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